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Continuamos con el relato de nuestra experiencia y de las conclusiones a las que hemos llegado. Insisto en que hablamos de nuestra experiencia, “la nuestra” -semejante también a muchas otras-, y que únicamente tratamos de haceros partícipes del modo mediante el cual hemos llegado a una situación de calma y serenidad, que creíamos imposible de lograr ya mientras viviésemos.
Pero, antes de continuar, hemos de dejar claro, y en esto estaremos todos de acuerdo, que la muerte determina la desaparición física de las personas, y que “eso es irremediable e irreversible”. ¡Nada ni nadie conseguirá que las cosas vuelvan a ser como antes! Ya nada será igual. Nunca más les veremos sentados en nuestra mesa a la hora de comer. ...Y eso es algo que antes o después, habremos de asumir necesariamente, ...si podemos, claro. -Habremos de asumir esa muerte, la del ser querido que al final es la que importa.
Creo que conseguirlo es fundamental para que esa ausencia no se convierta en una opresora que nos mantenga sometidos al sufrimiento. Ellos no querrían -ni quieren, aunque lo comprenden- vernos en un estado semejante. Para lograrlo es necesario tomar la decisión de volver a ser, en la medida de lo posible, los dueños de nuestra vida, de nuestra “nueva vida”.
Pero, ¿cómo hacerlo?, ¿cómo alcanzar algo así? ¡No!, no hay fórmulas magistrales. Y, por lo tanto, insisto una vez más, sólo pretendemos daros a conocer cuál ha sido la nuestra.
Con el paso de estos pocos años hemos podido comprobar que la manera subjetiva de afrontar la muerte del ser querido es quizá la más discordante de todas las experiencias por las que pasan las personas. Creemos que no hay vivencia que se manifieste de manera tan divergente. Y creemos también, que unas no son más apropiadas que otras, sino que todas valen si ayudan, todas valen si sirven para superar el desgarro inicial y permiten el control del sufrimiento y, por ende, de nuestra vida.
Cuando dejamos a nuestra hija en el cementerio, para mí era eso: ¡Abandonaba a mi hija metida en un nicho!... Y eso era insoportable. No podía resignarme a aceptar que su vida había acabado, que ella ya no era sino un cadáver expuesto a la putrefacción. ¿Cómo podía permitirme seguir respirando mientras mi hija había dejado de existir? ¿Cómo seguir aquí yo, habiendo sufrido ella la mayor de las desgracias? Este pesar llenaba la mayor parte de mi tortura. Su ausencia, el, por ejemplo, no volver ya a esperarla a la puerta del colegio ocupaba el resto. No podía superarlo, y la única salida que se presentaba en mi mente era la del suicidio.
En mis creencias no había lugar para la esperanza de un reencuentro lejano. No concebía que algo semejante fuera posible, y esa forma de pensar, por otra parte la más común en nuestra cultura, estaba fuertemente arraigada en mí. Mi esposa se consideraba de talante religioso, pero su creencia no era suficientemente firme, supongo, porque abdicó de ella en cuanto la niña desapareció de su vista. Esto es lo que, según hemos ido observando, sucede casi siempre, tengan creencias religiosas o no, ante lo ABSURDO de la VIDA, cuando se nos presenta la muerte de cerca, y creemos que nuestro “ser querido” ha dejado de existir. Esa muerte, la del ser querido que al final es la única que importa. La vida y todas las experiencias son inútiles, si consideramos la muerte como la pérdida o desaparición de la "identidad del ser"; el final de la vida y con ella de la persona.
Este era nuestro punto de partida, y como consecuencia de las creencias de nuestra cultura, el modo de entender la pérdida es más o menos semejante en casi todos aquellos que han pasado por un desgarro semejante, otra cosa es -como dije más arriba- la manera de enfrentarse con ella. Pero, ahora estamos convencidos de que sigue viva y que, aunque sigamos sin poder compartir muchas cosas con ella, y aunque eso provoque esa añoranza a la que me referí en el mensaje anterior, el “saber que sigue existiendo”, y que lo hace en un mundo de Luz y de Amor incomparablemente mejor que el que dejó, el haber conocido todo esto ha sido ¡maravilloso! para nosotros.
Ciertamente no la tenemos como antes, pero no la hemos perdido del todo, incluso no la hemos perdido. Eso sí, hemos tenido que hacer un gran esfuerzo para re-aprender a vivir y conseguir integrar en nuestro día a día una nueva manera de relacionarnos con ella. Desde luego que la esperanza para llegar a conseguirlo, ha sido lo suficientemente estimulante como para hacer ese esfuerzo. Y, para mí, que creía haberla perdido para siempre, haber encontrado que podemos seguir relacionándonos con ella, poco o mucho, es ya bastante, ¡es muchísimo! ¡Ha sido la razón, mi razón para seguir viviendo!
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