Como muchos de los que entráis en este blog de la Asociación Alaia, yo también perdí a mi hija.
Sara tenía 18 años cuando sufrió un aneurisma cerebral. Se trataba de algo muy grave, pero el pronóstico era bueno. Sin embargo, nunca despertó de la intervención quirúrgica a la que la sometieron. Su muerte fue devastadora para mí. Me sentía vacía, desesperada, profundamente triste y experimentaba un dolor insoportable. No entendía nada, estaba perdida y quería conocer a otras personas que hubieran perdido a un hijo para que saber cómo se podía vivir con ese dolor, con esa ausencia, con esa culpa, con esa tristeza…
Busqué en mi ciudad, Madrid, alguna organización que se dedicara a ayudar a las personas que habían perdido a un ser querido, pero en aquel momento (era el año 1996) no existía ninguna. Afortunadamente, en el libro La muerte, un amanecer, de Elisabeth Kübler-Ross, que me regaló una buena amiga, encontré la dirección de un grupo de apoyo en Barcelona y acudí allí durante un tiempo. Compartir mis sentimientos y mis emociones con personas que como yo habían perdido a un hijo fue lo que más me ayudó. En esos encuentros me tranquilizaba darme cuenta de que lo que sentía o lo que pensaba era normal, que no me estaba volviendo loca. Me hacían sentir además que no estaba sola con mi dolor, que otras personas me entendían porque estaban pasando por lo mismo que yo, que juntas podíamos recorrer ese durísimo camino que es el duelo por la muerte de un hijo.
Dulce Camacho
Fundadora de ALAIA